Plutarco Cortez,
RESUMEN
No es posible concebir la imagen de un yo, sin tener un
concepto de la conciencia. La sensibilidad precede a la conciencia. La
sensibilidad es pulsación de vida, y la conciencia percatación de diferencias.
Freud no vio en la conciencia la esencia de lo psíquico,
sino tan sólo una cualidad de esto, que puede sumarse a otras o faltar en
absoluto. Mostró una psiquis escindida, con un inconsciente separado de la conciencia.
Misterioso. No era posible conocer su origen ni cómo era. El inconsciente, en
la perspectiva de Freud, era la parte problemática, oscura y profunda de la
psiquis.
No podemos conocer el inconsciente,
tal como lo concibe Freud, como en el caso de la cosa en sí de Kant, pero somos
mayoritariamente dominados por él.
Sabemos cuándo actuamos de
modo consciente, pero no cuando lo hacemos influidos por el inconsciente.
Freud tuvo que haber estado
muy influido por la visión dualista del mundo cuando inventó el inconsciente;
dicho invento lo llevó a dividir la mente en consciente e inconsciente, pero
otorgándole al inconsciente, predominio frente al aspecto consciente.
Concordamos con algunos científicos de la neurociencia,
en el sentido de que el inconsciente se conforma de la información externa que
recibimos, segundo a segundo a través de los cinco sentidos, más los procesos
internos de los que no tomamos conciencia.
Palabras clave: inconsciente,
conciencia, yo.
¿Cómo podría refutarse el argumento de que no se haya
obrado ya con conciencia desde la eternidadɁ ¿Desde la conciencia aún sin
desarrollar del niñoɁ Aún más, ¿no podremos afirmar que nuestra conciencia está
siempre en relación con nuestras accionesɁ
Nietzsche:
Escritos autobiográficos, 1862.
Edición digital.
Una manifestación poética es la descripción de una
relación cercana y caprichosa, de cosas que constituyen un orden. Esta
descripción, no sólo reflejará la cercanía entre las cosas que constituyen tal
orden, sino que, también reflejará una cercanía del sujeto que describe con
cada cosa descrita. Pero un sujeto no podrá percatarse, y de hecho no podrá
tampoco describir semejante relación, antes de encontrarse en un nivel altísimo
de conciencia, y es precisamente, a la cercanía, entre las cosas y el sujeto
que describe, que se debe la intensidad de la expresión poética.
No podemos decir
lo mismo de la descripción de un modo abstracto y conceptual de las cosas,
debido a que es preciso que haya una distancia considerable, entre el sujeto
que describe y las cosas descritas. El lenguaje poético se hace en intimidad
con las cosas que describe y es «autorreferencial».
El lenguaje
abstracto y conceptual, por lo contrario, se hace reflexionando acerca de las
cosas que describe.
Por lo demás, queremos hacer
énfasis en nuestra disposición de reivindicar al poeta como alguien que posee
un altísimo nivel de conciencia, y reconocer también en él al verdadero
paradigma del «creador», contradiciendo a la tradición racionalista, que ha
venido afirmando a través de varios siglos, que el poeta representa la edad
infantil del hombre; que la poesía, la fantasía y el arte en general, son una
expresión de los procesos primarios del pensamiento. Concepto que encuentra en
Freud a su máximo exponente. Podemos verificarlo en el contexto de su doctrina
del psicoanálisis, sin embargo, nos
disponemos a poner en entredicho tales afirmaciones.
Al lenguaje
abstracto-conceptual, medio de comunicación, preferido por el filósofo y el
científico, no podemos negarle su función de instrumento valioso en la
descripción de las cosas de nuestro dominio, pero sólo el poeta, por su
condición de «Ser fuerte y sensible» puede describirnos cosas que no son de
nuestro común dominio, por tanto, no compartimos la idea de poner el lenguaje
abstracto-conceptual, por encima del lenguaje poético-metafórico; pues, éste es
una estructura conformada de facultades naturales del ser humano, y aquél es
producto del aprendizaje, de recursos del intelecto.
La sensibilidad
precede a la conciencia. La sensibilidad es pulsación de vida, y la conciencia
es percatación de diferencias. La conciencia nos proporciona satisfacción, pero
también dolor; nos satisface el poder descubrirnos como algo único, el
poder pensar: aquí estoy yo, y allá están los otros. Pero a partir de que nos
descubrimos como algo diferente y único, que nos percatamos de nuestra
individualidad, comenzamos también a soportar el dolor desde lo más profundo de
nuestro ser. Nada se da a cambio de nada. El mundo es un mercado donde todo
tiene un precio.
Las grandes ocurrencias
científicas, como el descubrimiento de la ley de
la gravedad, el descubrimiento de la ley de la relatividad, etc., han sido
concebidas en estados extremadamente sensibles. Con un altísimo nivel de
conciencia y una imaginación en vuelo, y no en virtud de una vasta sabiduría,
ni en virtud de la reflexión, mucho menos por la observación, por muy atenta
que ésta haya podido ser, por parte de sus autores. La sabiduría, la reflexión
y la observación, sólo nos permiten ordenar, a nuestro modo, cosas ya
existentes en un contexto dado. Sólo quien posee una sensibilidad fuera de lo
común, un altísimo nivel de conciencia, y una imaginación en vuelo, es decir,
sólo un «Ser fuerte y sensible» tiene el poder de mostrarnos órdenes inéditos;
en otras palabras, sólo este «Ser fuerte y sensible» puede mostrarnos cosas que
antes no existían en ningún lugar, cosas que en el mejor de los casos, no
pasaban de ser mundos posibles. El científico no podrá mostrarnos órdenes
inéditos, si antes no adquiere, aunque sea por un instante, las cualidades del
«creador». La caída de la manzana, por ejemplo, percibida por Newton, lo que
provocó no fue simplemente el descubrimiento –por parte de éste‒ por relación,
la ley de gravitación universal, sino que, más bien, lo que provocó en éste,
fue la percatación de todo un orden nuevo del universo, o sea que, la caída de
la manzana fue un acontecimiento con implicaciones profundas. Despertó al «Ser
fuerte y sensible», que Newton llevaba dentro.
Roger Penrose, ﴾1996﴿, refiriéndose a una experiencia experimentada por
Henri Poincaré, dice: como matemático me interesa especialmente el pensamiento
inspirado y original de mis colegas, pero imagino que hay mucho en común entre
las matemáticas y las otras ciencias y artes. Para un informe al respecto
remito al lector —a The psychology of Invention in the Mathematical
Field— el texto ya clásico del distinguido matemático francés Jacques
Hadamard, quien cita numerosas experiencias de inspiración descritas por
matemáticos de primera fila, entre otras personas, siendo una de las más
conocidas la proporcionada por Henri Poincaré.
Poincaré
describe, en primer lugar, cómo tenía periodos intensivos de esfuerzo
consciente y deliberado en su área de investigación que llamó funciones
Fuchsianas, pero había llegado a un punto muerto. Entonces, dice Poincaré:
﴾…﴿ «Dejé Caen, en donde vivía, para participar en una
excursión geológica organizada por la Escuela de Minas. Las peripecias del
viaje me hicieron olvidar mi trabajo matemático. Al llegar a Coutances
abordamos un autobús para ir a algún lugar. En ese momento, cuando puse mi pie
en el estribo, me vino la idea, sin que nada en mis pensamientos anteriores
pareciera haber preparado el camino para ello, de que las transformaciones que
había utilizado para definir las funciones Fuchsianas eran idénticas a las de
la geometría no euclidiana. No verifiqué la idea; no hubiera tenido tiempo, ya
que en cuanto tomé asiento en el autobús continué una conversación ya
comenzada, pero tenía la certidumbre absoluta. A mi vuelta a Caen, y para
quedarme tranquilo, verifiqué detenidamente el resultado».
Lo sorprendente de este ejemplo ‒y otros muchos citados por Hadamard‒ es
que esta idea complicada y profunda llegó a Poincaré aparentemente en un soplo,
mientras su pensamiento consciente parecía estar en otra parte, y que iba
acompañada por esa sensación de estar en lo cierto como, de hecho, se demostró
en los cálculos posteriores.
La
experiencia de Poincaré, se corresponde con esos estados especiales, de
extremada sensibilidad que experimenta el creador, y que se lo hemos atribuido,
tanto a Newton, en su descubrimiento de la ley de gravitación universal, como a
Albert Einstein, en su descubrimiento
de la ley de la relatividad.
La conciencia ha sido, hasta
el día de hoy, a través de la tradición filosófica occidental —igual
que lo fue el yo durante muchos milenios— definida de modo erróneo. Aún
persiste la idea –metafísica‒ de que en el individuo, la conciencia es una
totalidad fija, que emerge a una superficie sólida y estable, que reside en el
individuo mismo. Esto significa que, un individuo, o es consciente o es
inconsciente. Pero, un concepto así de la conciencia, sólo tiene sentido en el contexto
de la metafísica de la presencia. En nuestra perspectiva, la conciencia no es,
sino que está siendo. No es –tampoco‒ como creyó Husserl, que estaba
permanentemente dirigida hacia las realidades concretas, llamando a este modo
de atención «intencionalidad». La conciencia es un proceso dinámico y no tiene
un sentido definido de ascendencia, sino que, puede ascender y descender, según
sea el caso, es decir que, es contingente, como todas las demás facultades que
residen en el ser humano.
Andrés Moya, (2009), dice que: …La
conciencia es muy diferenciada, ya que podemos experimentar un enorme número de
estados conscientes diferentes.
Hasta la era moderna, dominó la creencia de
que el yo era una entidad interna del ser humano, y que tal entidad era una especie
de fragmento divino. Un ser esencial, que precedía al ser histórico,
contingente, es decir, un ser interno que tenía independencia de la cadena de
acontecimientos que constituían al individuo. Esta aparente escisión del
individuo, llevó a los pensadores a concebir una imagen dualista del ser
humano. Un ser externo físico, contingente, histórico, y un ser interno
esencial, -alma- que trascendía la materia e influía sobre nosotros, para que
actuáramos de determinada manera.
Las acciones que un individuo
efectuaba, sin poder dar explicaciones de las mismas, comenzó a llamárselas,
«actos inconscientes». La psicología empezó a interesarse de tales actos. Pero
fue Freud el creador del psicoanálisis. Lo hizo para poder fundamentar su
teoría del Inconsciente, proclamando a éste como el aspecto más influyente en
la actividad del individuo en el mundo. Afirmando de paso, que lo que emerge a
la conciencia, es una mínima cantidad de los pensamientos e intenciones del
sujeto.
El sujeto al que se refiere
Freud, nosotros lo caracterizaríamos como un paradigma de «niño grande». El
niño grande funciona en un bajo nivel de
conciencia; éste se caracteriza por no reconocer obligaciones, sólo derechos, y
debido a esto, es extremadamente egoísta, y su atención, tanto hacia el mundo
externo como hacia su mundo interno, es lamentablemente pobre; son muy pocas
las cosas de las que se puede enterar, porque posee una sensibilidad deficiente
y, por ende, un bajo nivel de conciencia.
Juan Pedro Núñez, ﴾1998,﴿ afirma que: “…Desde un
punto de vista cognitivo, podríamos definir el inconsciente como el sistema
compuesto por el conjunto de contenidos, actividades y procesos cognitivos,
propios del organismo, que son relevantes para explicar su funcionamiento,
tanto interno como externo, pero de los que no puede dar cuenta, por carecer de
una vivencia subjetiva clara de los mismos”.
Si las cosas son tal a como
son para nosotros, podemos suponer que conocemos por la conciencia, y podemos
proclamar que, conocer algo, es tener conciencia de algo. La razón sólo nos
permite reflexionar sobre las cosas de nuestro conocimiento. Presuponemos que
son dos facultades las que preceden a la conciencia, a saber: la memoria y la
sensibilidad, pero es en la medida de nuestra sensibilidad que podemos
volvernos conscientes de los acontecimientos que suscitan en nuestro rededor.
Es decir, no podemos creer que algo tenga
existencia real si no le hemos dado una descripción. Sólo podemos hablar de
algo, si antes hemos tomado conciencia de ello. Por eso, creemos también, que
el lenguaje emergió paralelamente con la
conciencia, de hecho que no fue un lenguaje
verbal y bien articulado, pero alguna clase de lenguaje hubo de surgir, en un inicio, en paralelo con la
conciencia.
Partiendo de estos
presupuestos, es muy difícil para nosotros aceptar la tesis de Freud, de que el
inconsciente es el aspecto más influyente en la actividad del individuo en el
mundo. Si esto fuese así, el mundo estaría controlado por «niños grandes», y el
infantilismo sería un don natural, y no una anormalidad en el desarrollo
mental.
Emilio Gómez Milán cita a
Bernard Baars (1997): (…) «Sabemos que el inconsciente es cognitivo, es
decir, el conjunto de los procesos mentales de los que no somos conscientes,
tales como memoria, procesamiento lingüístico, percepción, etc. ﴾y complejo), ﴾pero no de la
manera en la que autores como Freud nos tienen acostumbrados a concebir﴿. El consciente y el inconsciente no son dos habitaciones
separadas, sino que son parte de una red de sistemas,
conformada por las distintas estructuras cerebrales».
Sociedades como
las europeas y la norteamericana, no se hubieran desarrollado como lo han hecho si el inconsciente fuese
como lo concebía Freud. Mucho menos que hubiese sido posible, si el
inconsciente –de un modo generalizado‒ predominara en la actividad de los
individuos del mundo de la vida, el surgimiento en nuestra cultura occidental,
de hombres como Jesús, Sócrates y Nietzsche, poseedores de una conciencia
extremadamente desarrollada, tanto que, al no poder tenerse nada de gratis, los
tres pagaron con sus vidas semejante privilegio.
De estos tres mártires del
pensamiento, el último lo es de un modo indirecto. Nietzsche no fue juzgado y
condenado por ningún tribunal, pero forzó su intelecto hasta su último límite.
No era justo escatimar un ápice de energía
mental. Era demasiado consciente de la necesidad de un cambio de sentido
del pensamiento mundial. Demasiado consciente de que el edificio del
pensamiento occidental, se había vuelto demasiado obsoleto. Era preciso
demolerlo, y construir sobre sus ruinas una nueva arquitectura del pensamiento;
y en ese empeño perdió la noción de sus propios límites, y un día de tantos
quedó extraviado en la inmensidad de su propio universo. Según uno de sus
biógrafos —Stefan Zweig— nunca nadie había escrito tanto y tan profundo en tan poco
tiempo –refiriéndose a sus últimos días de producción filosófica‒.
Creemos que entre el yo y la
conciencia –igual que con el lenguaje‒ hay un paralelismo. Ambas nociones
emergen, a la vez, de dos fuentes únicas: de la materia inanimada, en un primer
estadio, y de una combinación inaudita de las neuronas que conforman el
cerebro, en un segundo estadio.
El yo se caracteriza en su inicio, en ese
primer estadio, como una unidad simple y pulsante, alcanzando a partir de
entonces niveles superiores de complejidad, llegando incluso a un estado de
predisposición casi absoluto; y la conciencia se manifiesta, en su primer
estadio, a través del primer ser vivo que surgió de la naturaleza, pudiendo tal
ser distinguirse él mismo del resto del mundo. En ese remoto pasado ‒cuando aún
no había un sentido en los acontecimientos, porque el único que atribuye
sentido a los sucesos del mundo es el ser humano en su estado de conciencia
evolucionada‒ radica el origen de la conciencia.
Roger Penrose ﴾1996﴿, refiriéndose a
la conciencia, dice:
﴾…﴿algunos no admiten que pueda
poseerla en absoluto algún animal no humano ﴾y, algunos, ni siquiera que la
poseyeran los seres humanos antes de alrededor del año 1000 a. c., cfr. Jaynes,
1980﴿,
mientras que otros atribuirán conciencia a un insecto, un gusano, o incluso a
una roca. Por mi parte dudaría que un gusano o un insecto –aunque ciertamente
no una roca‒ tenga mucho, si tiene algo de esta cualidad; pero los mamíferos,
de modo general, me dan la impresión de tener cierta genuina conciencia.
Estoy dispuesto a creer que la conciencia es una cuestión
de grado y no simplemente algo que está o no está.
En su segundo
estadio, el yo se convierte en un yo social e incluso, alcanza la categoría del
yo narrativo, que es la máxima expresión del yo.
La conciencia, en su segundo
estadio, después de varios milenios del primero, se manifestó en seres vivos,
en seres humanos, por supuesto, capaces de mostrar conducta, es decir, modos
particulares de afrontar dificultades. En otras palabras, capaces de adoptar diferentes
posturas frente a diferentes contingencias.
Conjeturamos que, a partir de entonces, el ser
humano empieza a reflexionar sobre sí mismo o sea que se vuelve autoconsciente,
es decir, consciente de su propia conciencia.
No es posible concebir la
imagen de un yo, si no tenemos un concepto de la conciencia; por esto, la
aberración filosófica no podía ser sino doble respecto al yo, y respecto a la
conciencia.
Bernard Baars ﴾1997﴿, citado por Augusto Zagmutt y Jaime Silva,
afirma que el
entendimiento de la conciencia en humanos sólo es posible si se posee un
concepto de Self o sí mismo, en el sentido de que para tener contenidos de
conciencia debe existir un Self observador, que los distingue, surgiendo en
esta dialéctica la subjetividad.
Según la tradición filosófica ‒lo hemos venido
poniendo de manifiesto‒ el individuo está constituido de un ser esencial y otro
contingente.
Respecto a la conciencia,
Freud no ve en esta la esencia de lo psíquico, sino tan sólo una cualidad de
esto, que puede sumarse a otras o faltar en «absoluto»; y nos muestra una
psiquis escindida, con un inconsciente separado de la conciencia. Misterioso.
No era posible conocer su origen ni cómo era. Decía Freud que reprimía nuestros
recuerdos dolorosos y también aquellos recuerdos que más o menos provocaban
sentimientos de culpa en nosotros. La represión de tales recuerdos era causa de
estados psicológicos críticos. Es decir, el inconsciente, en la perspectiva de
Freud, era la parte problemática oscura y profunda de la psiquis. Nosotros
negamos rotundamente ese concepto del inconsciente. Ya vimos cómo, en el primer
estadio de la conciencia, ésta tiene su aparición en aquella actitud del primer
ser vivo que pudo distinguirse él mismo del resto del mundo.
Concordamos con algunos
científicos de la neurociencia, en el sentido de que el inconsciente se
conforma de la información externa que recibimos segundo a segundo a través de
los cinco sentidos, más los procesos internos de los que no tomamos conciencia.
El inconsciente y la conciencia, en esta perspectiva, no riñen. Al contrario, creemos que la conciencia se alimenta
continuamente del inconsciente. Por eso podemos afirmar también que la
conciencia no se da toda de una vez. La conciencia es una cuestión de grado. Un
mismo individuo puede experimentar diferentes niveles de conciencia, y es más,
lo que diferencia a los seres humanos entre sí, es una diferencia de niveles de
conciencia. Cada uno de nosotros, independientemente del estado en que nos
encontremos en un determinado momento, poseemos algún grado de conciencia.
Por lo demás, es
obvio para nosotros que las emociones y las pasiones emergen del inconsciente;
pero la conciencia se encargará de darles un sentido. De aquellas emociones y
pasiones que no tomamos conciencia ‒igual que en el caso de cada una de las
cosas del mundo que no tomamos conciencia‒ no podemos hablar.
La primera aberración fue corregida por los
filósofos contemporáneos. Estos afirman que el yo «no es», sino que está
siendo, es decir, es un proceso dinámico, que se hace y se rehace
continuamente, un proceso que deviene ‒diría Nietzsche‒ en virtud de la
sensibilidad que posee, y que es esta facultad la que le permite establecer
comunicación directa con las cosas del mundo. En esta perspectiva, el dualismo
es ininteligible.
Quedan rotas las dicotomías sujeto-objeto. Y
alma-cuerpo. El mundo es autorreferencial: nada hay fuera, todo está dentro.
Así, podemos captar tres
aspectos diferentes del yo: 1﴿ el yo biológico, se manifiesta cuando un agente llega a
distinguirse él mismo del resto del mundo; 2﴿ el yo social, que emerge de una interrelación social, cuando un
agente toma conciencia de su individualidad dentro de la sociedad a la que
pertenece; y 3﴿ el yo narrativo que es el estadio superior del yo. Podemos caracterizarlo
como aquel agente, que a partir de las nociones que tiene de sí mismo, después
de adquirir un lenguaje particular, autorreferencial, se cuenta a sí mismo y a
los demás, en sus propios términos, su propia historia.
Además, ya podemos hacer caso omiso al mandato
griego que reza: «conócete a ti mismo», pues cada cosa con la que vamos
tropezando –incluidas las situaciones favorables y las desfavorables‒ nos
actualizan y recuerdan quiénes somos.
Por otra parte, el mundo que
la filosofía posmoderna nos describe, igual que el modelo que nos ofrece la
física cuántica del mismo, es un mundo dinámico y fragmentario. En un mundo
así, el «conócete a ti mismo», al cual llegamos a través de la introspección, a
través de explorar nuestros propios espacios interiores, es de un modo pasivo.
Es racional, creemos, que renunciemos a esa práctica, por ser un proceso
demasiado pasivo. En nuestro mundo actual, debido a su dinamicidad, estamos
obligados a ser pragmáticos. Primero, la acción lingüística, y después la
acción mecánica de los entes…
Este mundo, en virtud de una
interacción cósmica, se hace y se rehace continuamente. El yo emerge de esa
interacción cósmica, es por esto que podemos afirmar que, cada cosa con la que
vamos tropezando, nos actualiza y nos recuerda quiénes somos. Es esta acción
recíproca, en virtud de la cual se sostiene el mundo, pero es en la acción
lingüística que reside el mayor poder. No creemos en ninguna existencia pre
lingüística, pues no tiene existencia real aquello que no podemos nombrar,
aquello de lo que no hemos tomado conciencia.
El mundo se inició cuando el
primer salvaje, después de un esfuerzo inaudito, pudo verbalizar: ¡he ahí el mundo!
Con esa exclamación hipotética
se inició el lenguaje verbal. Fue hasta
entonces que las cosas empezaron a existir, porque fue después de ese acto
milagroso que cada cosa fue llamada por su nombre y, como consecuencia de esto,
cada cosa también adoptó una forma, en virtud del poder de la creación que
reside en la palabra.
Coincidimos con el génesis en
el sentido de que el mundo fue creado una sola vez, pero por otra parte,
discrepamos de tal mito en cuanto a que una vez que fue hecho se sostendría por
siempre sobre sí mismo, independiente de toda conciencia y de toda palabra.
Pero no es así. Nosotros
creemos que el mundo se hubiera derrumbado en poco tiempo, después que el
primer salvaje exclamó: ¡he ahí el mundo! si sus congéneres no se hubiesen
percatado de que en la palabra residía el poder de la creación.
Y en virtud de esto es que,
cada vez que el mundo ha estado al borde del colapso, ha habido siempre alguien
que verbaliza la palabra «mágica», y entonces todo se reorganiza, pero nada
vuelve a ser como antes.
Es preciso, en otras palabras, que después de
cada reinvención del mundo, haya una nueva re descripción del mismo.
El mundo no dejará
de existir, mientras haya un humano-parlante que comporte en sus palabras el
poder de la creación.
Respecto a la segunda aberración, —el concepto
de conciencia— en la última década se están haciendo grandes esfuerzos por
corregirla.
En nuestra perspectiva, la
conciencia, igual que el yo, lo dijimos antes, «no es», sino que está siendo. Y
lo que marca la diferencia, entre uno y otro de los seres humanos, es una
diferencia de niveles de conciencia. Durante nuestra vida nos mantenemos
continuamente, cambiando de un estado a otro de conciencia. Sea por accidente o
porque a veces nos esforzamos y otras veces no, por percatarnos de lo que
sucede en nuestro rededor.
Hemos venido afirmando que la
conciencia se inicia con el primer ser que pudo distinguirse, él mismo del
resto del mundo. El inconsciente, tal a como lo concibe Freud, ¿dónde se
iniciaɁ ¿Está a nuestro alcance describirloɁ ¿No será como la cosa en sí,
inalcanzable para nosotros, seres humanosɁ En nuestra perspectiva no es
concebible ninguna clase de entidad trascendente. Todo lo trajimos a la tierra.
Nada dejamos en el cielo. El mundo está en expansión —esto lo asumimos como un
hecho—pero no irá más allá de nuestra imaginación. Lamentamos el no poder
describir todos los eventos cósmicos. Pues, sabemos que llevamos el mundo entero,
con todos sus detalles, dentro de nosotros.
Yo imagino el mundo dentro de
mí como un caos primigenio, pues sólo podemos hablar de aquellos órdenes que
emergen a nuestra conciencia. Lo demás, que es incalculable, podemos
atribuírselo ﴾paradójicamente﴿, a un asistente cognitivo, es
decir, al inconsciente.
Permítaseme repetir que el
inconsciente se conforma de la información externa que recibimos, segundo a
segundo, a través de los cinco sentidos, más los procesos internos de los que
no tomamos conciencia.
Cuando un ser se distingue él mismo del resto
del mundo, es porque, en virtud de su sensibilidad, se ha iniciado en él un
proceso de percatación, que se irá haciendo en él cada vez más nítido, de los
acontecimientos externos e internos.
Volviendo a Freud, quiero ser
enfático en el rechazo del inconsciente, concebido en el contexto del
psicoanálisis y, de una vez, hacer énfasis también en la no aceptación de su
concepto de la conciencia, en el sentido de que ésta sólo es una cualidad de lo
psíquico, ‒«Justificación de lo inconsciente», Freud‒ que puede sumarse a otras
o faltar en absoluto. No creo que haya mente donde no haya conciencia y
viceversa. Si por un momento quedara totalmente sin conciencia, y si ese
momento se extendiera a un espacio de tiempo determinado, durante ese momento
estaría fuera del mundo de la vida. En otras palabras, durante ese margen de
tiempo, mi mente no funcionaría del todo. No sabría nada acerca del mundo. Si
me preguntaran de un determinado evento producido durante ese lapso de tiempo,
no sabría qué responder.
Freud tuvo que haber estado
muy influido por la visión dualistas del mundo, cuando inventó el inconsciente
dicho invento lo llevó a dividir la mente, en consciente e inconsciente, pero
otorgándole al inconsciente, predominio frente al aspecto consciente. No
podemos conocer el inconsciente tal a como lo concibe Freud, como en el caso de
la cosa en sí de Kant, pero somos mayoritariamente dominados por él.
Por nuestra parte, sabemos cuándo actuamos de
modo consciente, pero no cuándo lo hacemos influidos por el inconsciente.
Estamos en el siglo XXI. Si seguimos creyendo en la tesis de Freud, de que
nuestra actividad mental está mayoritariamente influida por el inconsciente,
podríamos definirnos, los hombres y mujeres del mundo, como seres esencialmente
inconscientes; pero esto sería algo absurdo, viviríamos en un caos primigenio,
porque es la conciencia la que constituye el sentido de las cosas.
Los avatares espirituales de todos los tiempos
tienen algo en común y es que, en un inicio, la primera preocupación –de cada
uno de ellos‒ ha sido la de procurarse un desarrollo extremadamente alto de su
propia conciencia, para después tratar de ayudar al resto del mundo a
desarrollar la suya, porque para ellos, todos los problemas que se originan
entre los seres humanos, tienen su fuente en un problema de conciencia y no en
malos razonamientos. Si razonamos mal, es porque nuestra conciencia es
deficiente.
En una ocasión, un
periodista occidental le dijo a Sai Baba –el avatar más famoso del siglo XX de
la India‒: usted vive como un dios, ¿se considera usted un diosɁ Sí – contestó
Sai Baba categóricamente‒ soy un dios.
—Entonces, yo, ¿qué soyɁ —le
preguntó el periodista.
—Tú también eres
un dios —dijo el avatar—. La diferencia es que yo soy consciente de que lo soy
y tú no.
Lo que significa la afirmación
de Sai Baba, es que, la diferencia entre un individuo y otro es, como hemos
venido diciendo, una cuestión de diferentes niveles de conciencia.
Si los problemas
que se originan entre los seres humanos son problemas de conciencia, y si lo
que hace la diferencia entre un individuo y otro, será casi siempre una
diferencia de desarrollo de conciencia, es obvio que lo que deberíamos hacer
cada uno de nosotros, es tratar de desarrollar nuestra propia conciencia.
Francisco J. Rubia, ﴾2010﴿ afirma: «la conciencia no
es un fenómeno todo-o-nada, sino que existen diversos niveles de consciencia. Y
la transición de la inconsciencia a la consciencia no es simplemente un cambio de
una inactividad a una actividad neuronal, sino que supone un cambio en lo que
hacen las neuronas, cambio que hoy por hoy es desconocido».
La ciencia cognitiva, después de muchos años
de esfuerzos, no ha podido dar una explicación científica coherente de la
conciencia. Algunos filósofos funcionalistas —Hilary Putnam entre otros‒ se han
dado por vencidos, en el sentido de que la analogía de la mente con el
ordenador no les ha permitido dar respuestas a las preguntas que muchos de
ellos quisieran responder. Los funcionalistas no han sido capaces de explicar
por otra parte, los contenidos vivenciales, por tanto, no podemos suponer que
una determinada arquitectura funcional tenga la suficiente capacidad como para
experimentar vivencias. La tesis del funcionalista consiste en que, los estados mentales son estados funcionales
y que una computadora o un robot, podrían tener estados mentales, si realizan
los mismos estados funcionales que un ser vivo, dotado de conciencia. Pero
estar dotado de conciencia en primera instancia, significa poseer capacidad de
percatación, creencias, deseos, temores e incluso dolores, y el poder además,
de reflexionar sobre nuestras creencias, sobre nuestros dolores y nuestros
temores, y en última instancia, poder reflexionar también sobre nuestros
contenidos vivenciales y sobre nosotros mismos.
Por nuestra parte, no creemos plausible una
explicación científica de la conciencia. Los místicos nos han dado muestras de
que pueden alcanzar niveles extraordinarios de conciencia. Creo que no estaría
de más, que adoptemos un modo de práctica similar al de ellos, aunque sólo sea por el afán de desarrollar nuestra
conciencia.
Andrés Moya (2009)
afirma que: …«la conciencia es una
propiedad del cerebro humano, una propiedad física, que ha evolucionado en el
mundo animal a partir de un conjunto más o menos amplio de componentes que
interaccionan en forma que no nos es comprensible todavía» ﴾…﴿
No teníamos previsto, tocar
los últimos aspectos que hemos tocado de la conciencia, en nuestra refutación
del inconsciente, tal como es proclamado por Freud, y mitificado por la cultura
moderna, pero después de tocar tales aspectos, hemos llegado a una conclusión,
y es que, el terapeuta tradicional tendría que reconsiderar el modo de tratar a
sus pacientes con desórdenes psíquicos.
A
un terapeuta, como requisito, para desempeñarse como tal, en primera instancia,
debería exigírsele poseer un alto grado de desarrollo de conciencia. Si los
problemas que se originan entre los seres humanos –ignorancia, violencia y
confusiones de todo tipo‒ tienen su fuente, más que en cualquier otro aspecto,
en una conciencia deficiente, el trabajo del terapeuta debería consistir en
ayudarles a sus pacientes en cómo desarrollar sus propias conciencias.
A MODO DE CONCLUSIÓN
Por
consideración al lector, quiero dejar evidenciado mi concepto de la conciencia,
porque de paso quedará evidenciado también, qué es el inconsciente.
No creo que sea apropiado
referirse a la conciencia como si fuese una facultad fragmentada; hablar, por
ejemplo, de una conciencia moral, de una conciencia social, de una conciencia
ecológica, en fin, de una conciencia perceptiva y otra fenoménica. Cuando
hablamos de un alto desarrollo de conciencia en un individuo, lo hacemos
presuponiendo que tal individuo tiene la capacidad de percatarse de una
considerable variedad de aspectos del entorno en que vive. Estar consciente, en
otras palabras, es percatarse de una buena cantidad de los eventos que ocurren
en derredor.
Para M. Froufe; B. Sierra; y
M. A. Ruiz: La mente humana ﴾a nivel de su base física más directa, el cerebro﴿,
constituye un sistema cognitivo capaz
de registrar, elaborar, almacenar, recuperar, utilizar y, en último término,
verse afectado por gran cantidad y variedad de información, incluso de forma
simultánea. Sin embargo, tenemos la impresión subjetiva de manejar sólo una
pequeña fracción de esa información: aquélla de la que tomamos conciencia ﴾…﴿
Tomemos a Jesús por el paradigma de la más alta expresión
de conciencia y tratemos de caracterizarlo. No creemos apropiado atribuirle una
pluralidad de conciencias. Suponemos que él, de un modo casi simultáneo, se
percataba de los diferentes aspectos y sucesos que se conjugaban donde él iba
llegando, en pos de su misión redentora. No es exagerado pensar que todas las
vicisitudes por las que tuvo que pasar, antes de su crucifixión, estaban
previstas por él mismo.
En nuestra caracterización de la conciencia,
no nos hemos referido a una pluralidad de conciencias. Hemos hablado de niveles
o de grados de desarrollo de la conciencia.
Por
otra parte, no creemos que la razón sea el componente fundamental de la
conciencia, como creen los intelectualistas. La conciencia es autónoma y
autosuficiente. Las únicas facultades que la preceden son, como hemos dejado
evidenciado en páginas anteriores, la memoria y la sensibilidad. Una vez que
emerge de la profundidad en que la sensibilidad se traduce en pulsaciones,
cuando alcanza su mínima expresión de autoconciencia, ha de quedar suspendida
sobre sí misma, autosostenida, en virtud de que es autorreflexiva. «La
sensibilidad es el elemento básico del mundo».
Jorge Veas (2007), proclama que: «Crear relación implica ﴾para los
elementos que constituyen la relación﴿, sentir de
algún modo la relación, y responder
de algún modo a ese sentir. En el mundo de lo vivo ﴾o autopoiético﴿
responder es moverse» ﴾…﴿
La
conciencia se da en el ser humano de un modo integral. No es probable que haya
alguna especie de animal en que se dé de igual modo.
Debido a la preponderancia, a través de este artículo, de
la conciencia, ﴾en nuestro propósito de
refutar el inconsciente de Freud﴿, para evitar malos entendidos, queremos dejar clara una cosa,
que la conciencia y el lenguaje emergen en paralelo, pero, mientras la
conciencia se percata, la palabra nombra y da forma. Creemos, como Rorty, que
el mundo y las cosas son construcciones lingüísticas. Hemos procurado dejar
intacto un postulado de la filosofía lingüística que dice:
«El lenguaje es responsable del modo en que se
nos aparecen los entes, sólo mediante el nombrar queda establecido lo que una
entidad es, por lo cual lleva en sí la esencia del ser de los entes y la verdad
de los mismos».
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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de la vida y la conciencia: A propósito de Darwin. Ludus vitales vol. XVII,
núm. 32, versión digital.
Bernard Baars (1997). Citado
por Augusto Zagmutt, Jaime Silva. Revista chilena de neuropsiquiatría. Año 53,
vik, 37, núm. 1, 1999. Versión digital.
Emilio Gómez Milán. Capítulo
12 Bernard Baars 1997: En el teatro de la conciencia. La voluntad encendida.
Versión digital. Direcciones en:
internet:www.ufasta.ar/ohcop/baarsb.hyml.
http:psyche.baars.edu/scr.
Francisco J. Rubia (2010).
Conferencia pronunciada en la Real Academia Nacional de Medicina. Tendencias
21, versión digital.
Jorge Veas, (2007). BLOG; Fenómenos
sensorimotrices I. Biología, medicina, emoción. Versión digital.
M. Froufe; B. Sierra; y M. A. Ruiz,
(2009). El inconsciente cognitivo en la psicología científica del siglo XXI.
Versión digital.
Núñez, Juan Pedro, (1998). El
inconsciente desde el punto de vista cognitivo. Aperturas psicoanalíticas.
Revista internacional del psicoanálisis. Vol. No. 22. Versión digital.
Roger Penrose, (1996). La
mente nueva del emperador. Fondo de Cultura Económica, México. Versión digital.
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Sigmund Freud. Lo inconsciente.
Justificación de lo inconsciente. Versión digital.
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