Creo
que la mayoría de los poetas de nuestro medio no nos hemos repuesto del todo de
la pena sufrida por el fallecimiento de Álvaro Urtecho. Un amigo del alma, un
gran humanista, un crítico generoso. Un poeta asomado al abismo insondable y
espejeante de su mundo personal.
Con
su mirada clara y profunda nos inducía a sospechar que esperaba ver algo más allá
de los signos. También nos percatamos de que este gran poeta, a espaldas de la
poesía coqueteaba con la filosofía.
En una ocasión me dijo, de modo
confidencial: cuando cumpla los sesenta años me voy a jubilar para dedicarme
con tiempo suficiente a escribir filosofía. Pero nuestra vida pende de un hilo
muy delgado. La mano del azar, esa mano gesticuló con fuerza en la oscuridad y
a nuestro amigo se le fue la vida. Se hundió en lo indescriptible. –Llegó
"la muerte con su risa y sonrisa de estiércol”, nos dice en un bello verso–
Y no sabemos cuántos conceptos no expuestos ni cuántos versos no cantados se llevó
con él en ese viaje sin retorno.
Relativamente, nuestro poeta aún era
joven y con una basta cultura, por eso decimos sin ambages, que su
fallecimiento produjo en nuestro medio intelectual una pérdida que no podemos
calcular matemáticamente, a menos que pudiésemos encontrar el peso específico
de la espiritualidad, ya que por cierto, nuestro poeta era un hombre netamente
espiritual: Era el «santo» de la poesía nicaragüense.
En
los años setenta, Álvaro irrumpe en nuestro ámbito poético como una figura
descollante. Su primer libro, «Cantata Estupefacta», de 1979, vino a enriquecer
la lírica nicaragüense.
Poeta
obsesionado por el tiempo, el tiempo como conciencia de su condición de ser
histórico y simplemente mortal. Pero antes de emprender su viaje sin retorno,
nuestro poeta dio a luz su último poemario: «Tierra sin tiempo.» Este libro,
que como su título lo indica, viene a reafirmar sus mismas obsesiones. El
tiempo sigue siendo imagen motivadora en sus cavilaciones poéticas. Pero en el
contexto de este poemario, todo cobra mayor intensidad y exactitud. La poesía
nicaragüense adquiere mayor dignidad con la publicación de esta insigne obra.
Jorge Eduardo Arellano, dice que Álvaro es el
último en retomar la vertiente «metafísica» europea. Esta característica
podemos considerarla atribuible a nuestro poeta, pero lo que yo me he
propuesto, a través de mi ponencia, es mostrar, más allá de cualquier
europeísmo, el fundamento filosófico de su poesía.
Nuestro poeta, a espaldas de la poesía coqueteaba
con la filosofía.
En
la poesía de todo verdadero poeta ha de percibirse un trasfondo filosófico.
No hay
poesía auténtica que no tenga de fundamento una concepción filosófica del mundo
y de la vida, y a la poesía de Álvaro no es posible negarle esa categoría, es màs,
sería injusto que nos negásemos a subrayar en semejante autor, la obtención de
un estándar propio de valoración estético y una actitud ante el mundo y la vida.
Tanto su estándar de valoración como su
actitud ante el mundo y la vida, están sustentados en una concepción filosófica
que no se rige por normas establecidas ni por conceptos universales de
moralidad.
A
esta concepción filosófica ―que entre
otras cosas, es una filosofía de la vida― la llamaremos, exponiéndonos, a
objeciones: «humanismo posmoderno».
Por lo demás, no creo que sea
inapropiado si le atribuimos a nuestro poeta, el adjetivo de poeta vigoroso, ya
que para poetizar, se centra en la exclusividad de sus experiencias internas, restándole de algún
modo importancia a lo que pueda haber ahí afuera,
y
que además, usa las palabras de un modo en que nunca antes nadie lo había hecho.
Por
lo demás, se percibe a través de la obra
de este insigne poeta, que estaba dominado por un impulso autobiográfico, que le impedía hablar de algo que no fuese acerca de sí
mismo. Estas características, entre otras más, distinguen al poeta vigoroso del
resto.
En el
contexto posmoderno, hay una concepción asumida por la mayoría de los
pensadores de la actualidad, unos de modo consciente, otros sin percatarse del
todo, a saber: que todo está adentro, que nada hay afuera, que llevamos el
universo entero, con todas sus propiedades dentro de nosotros.
En esta
perspectiva, el poeta vigoroso se convierte, además de poeta «per se», en una
fuente de valores estéticos, filosóficos y vitales.
En este sentido, no estaría fuera de
lugar ni fuera de tiempo, nuestra atribución a Álvaro Urtecho, el adjetivo de
poeta vigoroso, sino que sería, algo legìtimo y apropiado.
Como
crítico, Álvaro conoció mejor que nadie, en nuestro país, la estética contemporánea.
Valoró, con la generosidad que lo caracterizaba, a aquellos poetas
principiantes que se le aproximaron, entre los que me incluyo yo mismo. Sabía
mejor que nadie explorar universos poéticos en formación. Su actitud hacia el
arte, como hacia todas las cosas, fue siempre positiva. Sabía que todo lo malo
y todo lo bueno que le correspondiere hacer, como buen humanista posmoderno,
debería hacerlo aquí y ahora.
Y como sabía que no contaba con nadie, a parte
del resto de los hombres y mujeres del mundo (con sus propios egos) estaba
obligado a hacerse responsable de todos sus actos: malos y buenos.
Por otra parte, el creador, para que
lo sea verdaderamente, ha de saber mostrarnos, en cada obra suya, aunque sea un
pequeño espacio, de su perspectiva del mundo y nuestro poeta cumple a cabalidad
con ese requisito.
Artista de la palabra escrita y
debido a un desarrollo de conciencia fuera de lo común, se percata de que lleva
dentro de sí, la tragedia del mundo y esto le provoca el sufrimiento de su
propia tragedia. Esta tragedia consistió en su percepción de la fugacidad del
tiempo. "Un tiempo que se esfuma en cualquier intersticio”, como diría él,
en uno de sus poemas. Un tiempo que se iba a un ritmo inexorable. Y sabía por
desdicha, era consciente que a ese mismo ritmo, su vida se disolvía.
Esta
presunta concepción -humanista posmoderna- de Álvaro, marcada por un decidido
antiformalismo, creo en particular, que es lo que le sirve de fundamento a toda
su poesía. Lo sintetiza magistralmente en los siguientes versos: ”El tiempo⁄el
tiempo de nuestras melodías⁄Y días felices y amargos⁄huye de la tierra⁄Se
evapora⁄se va⁄se esfuma en cualquier intersticio⁄ ¿Cómo detenerlo⁄còmo fundirlo
a la tierra para ser más o menos inmortales⁄como chispas o fragmentos de
astros?”
El humanismo posmoderno es una
actitud no negativa respecto del hombre, es la afirmación de éste como valor
central del mundo. Todo gira en torno de él, e incluso, la realidad misma, si
existe, es en virtud de que puede darle una descripción, es porque puede
pensarla.
Todo
ha sido traído a la tierra. El hombre ya no es imagen y semejanza de algo
trasmundano. No hay ninguna presencia que no sea, aunque precaria, la de
nosotros mismos. Somos simplemente seres humanos. No estamos conformados de
sustancia y existencia, como creen los dualistas poscartesianos. No poseemos
ninguna naturaleza. Sólo el devenir de la existencia. Mantenemos, como
indicamos ya, debido a las contingencias del mundo, una presencia precaria. Y
si es así. «No hay más juicio ni responsabilidad que la del hombre mismo», como
declara Sartre.
Somos
los responsables y los únicos culpables de la fragilidad de todos los cielos.
Nuestra noción de humanismo posmoderno
es incompatible con una perspectiva divina, en cuanto ésta sea la intención de
entrar en contacto con lo no humano, fuera del tiempo y del azar, o que
consista ―en términos de Richard Rorty― en un deseo de objetividad.
No es raro que nuestro poeta haya
vivido obsesionado por el tiempo. Somos, además de valor central del mundo,
seres históricos. Nacemos, vivimos y morimos dentro de un espaciotemporal y
volvemos sin lugar a dudas, a nuestro origen, (la materia.)
Otra
constante, además del tiempo, en la poesía de Urtecho, es la interrogación. El
poeta pregunta y pregunta, pero no hay quien responda y llega a percatarse de
que no hay quien responda y dice en un poema de «Esplendor de Caín», con un
solipsismo bien asentado:
”Que derrepente⁄no tengo a nadie a
quien interrogar”. Es la percepción del poeta de que como individuo, como ser
humano que es y nada más, todo depende de él mismo. Si lanza una pregunta, estará
obligado a responderse él mismo. ¿Hay alguien másʔ ―pregunta el solipsista. Y
no hay ninguna respuesta.
El
percatarse de que no hay quien responda, implica un alto grado de desarrollo de
conciencia, tanto, como pueda poseerlo un humanista posmoderno.
Álvaro fue consciente en todo momento de
que avanzaba, a pesar suyo, como un acróbata, sobre un delgado hilo que
conducía de la vida hacia la muerte y como buen humanista posmoderno no sintió
miedo nunca ejecutar esa acción impuesta por caprichos del azar. Sabía que
estaba solo. Se percató también de que su integridad, tanto física como
espiritual, no dependía sólo de si él hacía bien las cosas o si las hacía mal. Había,
además de su voluntad, un poder intangible, el poder de las contingencias.
Y planteadas así las cosas en nuestro
mundo. Adoptó, presumimos que de modo consciente, como buen poeta trágico, en
su vivir cotidiano, la actitud dionisiaca, que por cierto, no reñía con su
humanismo posmoderno.
De nada servía
ser comedido, metódico, mesurado, privarse de aquellas cosas que producían
placer y satisfacción.
Los que fuimos amigos suyo fuimos
testigos de su desmesura. Fue benévolo para consigo mismo y excesivamente
bondadoso para con los otros.
Pero, paradójicamente, su personalidad
física proyectaba armonía y sobriedad. No había concordancia entre lo que decía
con su expresión fuerte y serena y lo que decía en palabras y en actos.
Álvaro Urtecho, decidió desde sus
inicios, andar por el camino estrecho. No buscó nunca la consecución de
posiciones ventajosas. No puso nunca su enorme capacidad académica y creativa
al servicio de instituciones que no fuesen literarias.
Nuestro
gran poeta no fue iconoclasta. Fue indiferente, eso sí, a las reglas
establecidas en nuestro ámbito literario, pero tampoco se propuso una ruptura
abierta y declarada con éstas, no obstante, su poética afloró sobre las
pretenciones de innovación por parte de otros poetas de su misma generación.
Y fue por su actitud pacífica, mantenida
en todo momento, que venía de lo más hondo de su ser, que por cualquier otro
motivo, que no se confrontó, con las propuestas viejas y caducas de nuestra
literatura. Le huyó siempre a las controversias.
En
su ausencia, a pesar nuestra, podemos tomarnos la libertad de poner un lema en
sus labios: paz y poesía, para la dignificación del ser humano.
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